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DE ALTATA A CULIACÁN EN 1900

Por Benigno Aispuro

En el año 1900 pasó por Culiacán un periodista, o algo así, llamado J. Mendoza Alcázar, quien escribía para el periódico El Universal, de la ciudad de México, para el cual escribió algo sobre esta visita, que se reprodujo en el semanario El Monitor Sinaloense, que dirigía Faustino Díaz en Culiacán, en su edición del domingo 17 de agosto de 1900.

Allí relata su llegada a Altata, su paso por la hacienda de Navolato y su llegada a Culiacán donde permaneció más de un mes, y a la que consideró “patria de las mujeres hermosas”.

Su artículo va dirigido a la gente del resto del país, donde “no se tiene ni remota idea de lo que en realidad es el rico Estado de Sinaloa”.

  1. ALTATA Y EL TACUARINERO

Narra su travesía por la parte central de Sinaloa, iniciando en el pequeño y “terregoso puertecillo” de Altata, donde tomó el ferrocarril a Culiacán, llamado Tacuarinero, cuyos vagones estaban en pésimas condiciones, “pues los de primera son inferiores a los de tercera de otras líneas y los allí llamados de tercera, son simplemente jaulas que carecen hasta de excusados”.

Relató que los pasajeros, cuando tenían ganas de hacer de las aguas, debían esperar a que el tren se detuviera en alguna estación o meterse al monte con riesgo de que lo dejaran allí en sus horas de mayor necesidad.

  1. NAVOLATO Y SU HACIENDA

Entre Altata y Culiacán había como 8 leguas de distancia y cuatro horas de camino a paso del Tacuarinero.

En medio está “la importante Hacienda de Navolato, propiedad de los señores Almada” y “una de las mejores de la República, con hasta 35 mil acres de terreno para cuyos riegos abundaba el agua y con un ingenio azucarero de lo más moderno [acababa de instalarse], capaz de producir 300 toneladas de azúcar en un día.

Además de azúcar, se producían allí excelentes licores, de tal modo que “las bodegas de la Hacienda están constantemente surtidas de cajas de cogñac, oporto, vermouth, jerez, etc., todos productos de la casa y que se consumen en todo el estado y distintas poblaciones de la república” (!).

(Obviamente, se equivoca el autor si se refiere a que de la caña de azúcar salen otros vinos que no sean el ron o el guaro, o si insinúa que en estas tierras se den los viñedos).

Trabajan en la hacienda como mil trabajadores, dice, y es un lugar “bellísimo”, rodeado por frondosas huertas de naranjos, manzanos [!], guayabos, mangos y platanares”.

(En mi caso, nunca he visto un manzano que se dé en estos calorones)

  1. JACALONES TRISTES

Al bajar del tren en Culiacán se llevó un chasco, pues solo halló de notable el gran depósito de agua potable que estaba hace años en la hoy esquina de Obregón y Madero, y “jacalones tristes y sin orden”.

Sin embargo, el panorama cambió conforme se acercaba a la parte vieja de la ciudad, ya hermoseada con las mejoras urbanas y los edificios construidos por el Arq. Luis F. Molina, en aquel Sinaloa gobernado por don Francisco Cañedo.

“Sus calles, en general, son bastante amplias, cómodas y aseadas. Tiene magníficos comercios y regulares hoteles, por más que estos no están atendidos como fuera de desearse”.

Entre esos hoteles cita el llamado Ferrocarril, que estaba por la Rosales, calle donde vivían los más pudientes.

Cita entre sus lugares notables la Plaza de Armas (la plazuela Obregón) y el Jardín Rosales, donde la banda del Estado recrea al gran número de familias que acude “a pasearse o a tomar el fresco en las noches de serenata”.

  1. NADA CUESTA SER AMABLE

Aquí conoció al amable ingeniero Norberto Domínguez, director de la Casa de Moneda, quien le decía que “no es trabajo ser amable, al contrario, y siéndolo se obtienen más ventajas”.

Se relacionó también con don Faustino Díaz, en cuyos talleres tipográficos por la calle Rosales se imprimía El Monitor Sinaloense, semanario en el que escribían gentes como Ignacio M. Gastélum -que imprimió allí la primera semblanza de Heraclio Bernal, cuando aún era considerado lo que era, un bandido-, el poeta Julio G. Arce, Manuel Bonilla, Lázaro Pavía, Samuel Híjar y otros escritores locales.

Muy liberales y progresistas todos, que era la forma de etiquetar a la que antaño era “gente de razón”.

  1. MOJIGANGAS RELIGIOSAS

Entre sus edificios destacados menciona el Palacio de Gobierno -el de la Tercena, por la calle Rosales-, el Colegio Rosales (dirigido por el Dr. Ruperto L. Paliza, y con profesores de índole “liberales y progresistas”), la Escuela Modelo Porfirio Díaz (hoy el Centro de Idiomas de la UAS, “uno de los buenos establecimientos de instrucción con que cuenta la república”)), la Casa de Moneda (que ya no existe y donde se acuñaban cerca de un millón de pesos plata y de oro) y el Teatro Apolo (derribado en los años 40).

Muestra a los pobladores como poco dados a la religión: “Los templos son raros allí, lo que demuestra que sus habitantes son generalmente ilustrados y progresistas y que no hacen caso de mojigangas religiosas”.

Con ello denota su jacobinismo, tendencia política aún en boga, a tal grado que embona bien con los minoritarios miembros del Club de Jacobinos de la ciudad, a los que mucho pondera.

  1. EL CIRCULO DE JACOBINOS

Operaban aquí varios clubes, entre ellos el Círculo Mercantil, exclusivo para comerciantes, y que se reunía en la parte alta del Teatro Apolo, y el Club de Jacobinos, que se destacaba de los otros en que no había la “rigidez y seriedad” en el trato entre sus miembros, lo cual atribuye a que “son comunidad de ideales y de principios, lo que obliga naturalmente a que todos se vean como verdaderos hermanos”.

Fue en este círculo, la minoría de Culiacán, donde pasó este viajero de acendrado jacobinismo, “las horas más agradables, y pues se nos hizo el honor de tratarnos como a miembros del Club”.

En el Círculo o Club de los Jacobinos se jugaba ajedrez, se hablaba de artes y ciencias, de política, se organizaban fiestas literarias o se jugaba carambola “en medio de las sublimes notas arrancadas a un magnífico piano que adornaba el salón principal, lujosamente amueblado” (no indica dónde se ubicaba este Club).

Desde luego, sin faltar el chismorreo en torno a la última aventura amorosa o las críticas a algunas ingratas.

Administraba ese club el joven José B. Moreno, a quien apodaban “El Chango” y allí se recibían revistas nacionales y extranjeras, para ilustrar a sus miembros.

  1. ADIÓS PARA NO VOLVER

Al irse hacia Álamos, Sonora, más de un mes después, el interfecto salió a las 7 de la noche rumbo a la ribera del río Humaya, acompañado por su, para entonces, ya añorable amigo don Julio G. Arce, y ahí atravesaron el río en una panga para decir adiós a esta pequeña ciudad, alumbrada por sus 80 grandes focos.

Allá tomó la “indiligente diligencia” rumbo al norte, jalada por siete briosas mulas y se alejó de este lugar donde dejó amigos tan queridos y a los que quizá nunca volvería a ver.

¡Adiós, adiós!

 

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